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La familia, la escuela y los problemas sociales

15 Jul

MONS. OLGIATI: EL SILABARIO DE LA MORAL CRISTIANA – 4 –

MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI

EL SILABARIO DE LA MORAL CRISTIANA

Capítulo Sexto

LA MORAL CRISTIANA Y LA VIDA

Continuación…

familia-cristiana

4

La familia, la escuela y los problemas sociales

La moral cristiana resuelve con el mismo principio los grandes problemas sociales, comenzando por el de la familia.

El individuo no existe aislado: concebirlo así es fruto de abstracción. Y tampoco vive junto a los demás, como un ser junto a otros seres iguales. La realidad concreta es muy distinta. El ser individual es miembro de una familia, como las familias son miembros del Estado, como los Estados son miembros de la gran familia humana.

El amor al prójimo no puede prescindir de esta constitución social. Y necio sería quien quisiese amar a sus padres lo mismo que a los lejanos y desconocidos beduinos, o también a su patria con el mismo amor que puede tener por el Cabo de Buena Esperanza.

Por inspirarse el amor al prójimo en el amor a Dios y por expresarse la voluntad divina en la concreción de la realidad creada con sus exigencias determinadas y esenciales, resulta que no amaríamos a Dios, si no amásemos la familia, la patria y el Estado.

En una unidad armónica de visión y de consecuencias prácticas, la familia (así como la patria y el Estado) debe concebirse también en función del concepto de amor.

El matrimonio no es un contrato cualquiera hecho por intereses vulgares, sino un pacto de amor y, precisamente por esto, bajo el mismo aspecto natural es indisoluble.

El verdadero amor no es “un contrato con vencimiento a plazo fijo”, sino que es eterno y únicamente conoce estas palabras: “Tú solo y para siempre”.

Dos corazones que, en un momento solemne de su vida, se unen con un santo vínculo, del cual depende la trasmisión de la vida y la conservación del linaje humano, no se amarían, si no se jurasen mutuamente un amor eterno.

¿Qué amor sería el suyo, si se dijesen: “sí, nos amaremos sólo dos años”?

Las pasiones creadoras del divorcio son la negación del amor; son escueto egoísmo y son por ende la ruina de la familia y de los pueblos.

El matrimonio indisoluble —y monogámico— es el único que pone en práctica el concepto de amor en la formación de la nueva familia; el único que de dos seres hace casi una sola personalidad mediante el mutuo afecto y —cuando los esposos comprenden el valor de su unión— puede hacerlos capaces de compadecerse en las necesidades, en las debilidades, en las enfermedades, en las desgracias; el único que considera a la familia con relación al fruto del amor, los hijos, y que mediante la ley del amor hace posible su educación.

Cristo —como hemos dicho— lejos de repudiar este amor santo, lo ha santificado con la gracia y con la grandeza de un Sacramento.

La familia cristiana está enteramente penetrada de amor, en ella el amor es la fuente, la atmósfera, el vínculo, el fin. La primera manifestación de la caridad hacia el prójimo debe encontrarse en la familia; en los esposos entre sí, entre los padres y los hijos, entre los hijos y los padres.

Si se observa bien, todo pecado cometido en una familia es una violación del amor. Desde la infidelidad a la promesa jurada, al egoísmo brutal que profana al Sacramento recibido; desde el descuido o la falta en la educación de la prole, a cualquier insubordinación de los hijos contra el padre o la madre, no es posible imaginar una culpa en el ambiente familiar, que no sea contra el amor.

Y la famosa pretendida antítesis entre libertad y autoridad desaparece al soplo del amor: la corrección y el castigo, cuando no están abandonados al ímpetu pasional del momento, sino que son inspirados y guiados por la razón, por el corazón y por el propósito de “formar a Cristo” (como dice San Pablo) en las almas de los hijos, no son una autoridad que aplasta y mata, sino más bien son una autoridad que liberta y vivifica.

Deberían desarrollarse idénticos conceptos respecto de las relaciones entre maestro y alumno, entre patrones y obreros, entre soberanos y súbditos.

En la concepción cristiana todo se hermosea con el amor. Así las mismas relaciones entre el patrón y los trabajadores que de él dependen, no son reguladas por un simple criterio de justicia.

Aun a las mismas exigencias de la justicia debe responderse en nombre del amor fraterno cuyo fruto es la equidad. Aun las mismas formas económicas que han ido desarrollándose desde la economía de esclavos al capitalismo actual y que siempre se transformarán, aunque sea gradualmente, no son sino un verdadero y progresivo perfeccionamiento del amor.

Sin esta idea fundamental ni es posible tampoco una solución de la cuestión social, no ya en el sentido de que basta al gran problema una declaración de principios ideales, sino en el sentido de que la misma realidad económica debe ser realización del divino precepto de la caridad.

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5

El Estado

El cristianismo debe considerar también al Estado con idéntico criterio. No sólo la Iglesia, organismo espiritual, vivificado por el Espíritu Santo, es “la sociedad de las almas llamadas al amor”; el Estado también lo es.

¿Qué significa “el Estado”? Significa que ninguno de nosotros ha sido creado para vivir egoísticamente por su cuenta y que Dios nos ha creado de modo que nos sea naturalmente necesario estar reunidos en la sociedad familiar y en la sociedad del Estado.

Nuestra voluntad no constituye el Estado, aunque sin fundamento lo afirma Rousseau; y no debemos ver en el Estado algo formado por nosotros y que depende de nuestro arbitrio individual. No: debemos ver en el Estado la voluntad de Dios y, precisamente por esto, debemos respetar, venerar y obedecer la majestad del Estado. Haciendo esto, amamos a Dios.

Añadimos: amamos también al prójimo. ¿Acaso no es verdadero y obligatorio amor al prójimo la actividad de los que gobiernan, no cuando proclaman paganamente con Luis XIV: “El Estado soy yo”, sino cuando con todo su esfuerzo tienden al bien común, que es precisamente el fin del Estado? Y ¿no es verdadero y obligatorio amor a los hermanos la disciplina del ciudadano, su sumisión a la autoridad, el respeto a las leyes, su cooperación voluntaria y cotidiana a la prosperidad del Estado y el sacrificio de sí mismo hasta la completa inmolación de la vida cuando es necesario?

Procediendo así, el cristiano no hace más que cumplir con su deber, y no sería cristiano, si obrase de distinto modo, pues conculcaría el precepto de la caridad.

Por esto el Estado ha tenido siempre para nosotros un carácter ético y la Iglesia ha condenado las teorías liberales del Estado agnóstico, del Estado neutro, del Estado que asegura no tener una moral, como si ante ese monstruoso Estado no fuese lógico el ciudadano que coloca a la autoridad del Estado entre las cosas despreciables.

El carácter ético del Estado no implica absolutamente que el Estado cree una moral propia. Así como la vida individual tiene un valor ético, no en cuanto cada uno de nosotros se forma una norma de conducta a su talante, sino en cuanto observamos la moral; así también el Estado tiene un valor moral, no en cuanto elabora un nuevo decálogo en que, por ejemplo, se diga: “desprecia a tu padre y a tu madre; mata; roba”, etc., sino en cuanto se reconoce en su constitución esencial como algo que depende no del arbitrio humano, sino de Dios ordenador y legislador; en cuanto en su actividad se inspira en el bien general de los súbditos y en cuanto respeta y hace respetar las normas éticas, únicas que pueden conducirlo a su verdadera grandeza.

De aquí se deduce la indisolubilidad entre el cristiano y el buen ciudadano: es un binomio en que uno de los términos implica al otro. De aquí también el absurdo de un cristiano que no ame a su patria. De aquí la ridiculez de una hueca y perjudicial abstracción de utopías humanitarias que propugnan el sueño de una humanidad sin patrias, sueño que puede darse la mano con el de un Estado sin familias o de un organismo sin distinción de miembros.

Esto no obstante, las necesidades cada día más límpidas, persuasivas, fatales de unir a los pueblos con vínculos cada vez más estrechos de fraternidad y de intereses comunes para garantirles, con la paz, la prosperidad; el lógico desarrollo de nuevos vínculos internacionales que de los primeros núcleos más homogéneos irán abrazando sucesivamente por conexión espiritual a otros pueblos, a otras tierras, a otras fuerzas, conducirán un día a una futura unión orgánica de Estados, cada uno de los cuales no se inspirará más únicamente en el propio egoísmo, sino que cooperará al bienestar de todos.

Debe prepararse ese día con todas las energías y con todos los sacrificios, pero sólo será posible con la vida, el respeto o el desarrollo de las unidades nacionales.

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Conclusión

En las tumbas de los antiguos faraones se encontraron granos de trigo que arrojados en buena tierra han producido espigas después de tantos siglos.

La moral cristiana se asemeja a estos granos de trigo. La han ocultado en los lóbregos hipogeos del olvido y del desprecio; y los individuos, las familias, los colegios, los talleres, los Estados han comido el pan del egoísmo.

Derivan de esto innumerables perjuicios en la vida individual y familiar, en la educación, en la economía, en la vida civil de las naciones.

Los suicidios y los divorcios, la limitación de la prole y la falta de formación espiritual, la lucha de clases y el conflicto entre los pueblos indican los deplorables efectos del abandono del Cristianismo.

Para recoger el antiguo grano de trigo que siempre conserva palpitación de vida, debemos dirigirnos al sepulcro de Cristo que ha tenido encerrada a la víctima del Amor. Sólo el pan de la caridad puede ser la salvación de la humanidad; sólo este pan puede ser transformado en el alimento sobrenatural de vida eterna.

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RECAPITULACIÓN

La vida es una función y tiene un valor divino; ya sea la considere en sí misma, ya en relación a la familia, ya en relación al Estado.

a) En sí misma, la vida de cada uno tiene un objeto determinado que constituye una nota en la música del universo, que debe cantar el amor a Dios y a los hermanos y debe ser un himno de gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por esto es un delito el suicidio; es una culpa la pérdida del tiempo; es un deber el trabajo.

b) En relación a la familia, la moral cristiana propugna la concepción de la vida como amor, ya afirmando la unidad y la indisolubilidad del matrimonio y prohibiendo el divorcio, ya ordenando el afecto entre los cónyuges y el amor de los hijos a los padres.

e) El mismo Estado es para la moral cristiana la sociedad de las almas llamadas al amor. Respetando y obedeciendo a la majestad del Estado amamos a Dios que no nos ha creado para vivir egoísticamente, sino que ha querido que fuese necesario constituir el Estado; además amamos al prójimo trabajando y tendiendo al bien común, sea con la actividad de los que gobiernan, sea con la colaboración decidida y obsecuente del ciudadano. De aquí también el deber del cristiano de amar a su patria.